viernes, 24 de julio de 2009

¿Con qué fundamento edificaremos nuestra vida?

Edifiquemos sobre el fundamento de Jesucristo


Por John H. Ogwyn

En la región del país donde he vivido durante muchos años, frecuentemente se encuentran avisos en los que se ofrece el servicio de reparación de cimientos. La mayor parte de los suelos de la región está constituida por arcilla, y esta tiende a agrietarse o moverse con el tiempo. Esto obviamente produce daños estructurales a los edificios. Algunas veces los daños son menores, y algunas veces graves; pero la solidez de la estructura depende de la firmeza de los cimientos sobre los que está construida.
Cuando los cimientos de un edificio se mueven, partes del edificio también se desplazan. Esto a veces se nota porque aparecen pequeñas grietas en las paredes o entrepisos. Otras veces, cuando el desplazamiento es mayor, los pisos se inclinan notoriamente y se dificulta abrir o cerrar las puertas. Los problemas que causan unos cimientos falseados son muchos, y pueden llegar a ser muy graves.
Esto no solo les sucede a casas y edificios. ¡También es una realidad en nuestra vida! ¿Sobre cuáles cimientos hemos edificado nuestra vida? ¿Estamos seguros de que nunca van a fallar? Hemos conocido y amado a muchas personas cuya vida ha sufrido cambios dramáticos, y en algunos casos se ha derrumbado por completo. ¿Cómo podemos tener la certeza de que nunca nos ocurrirá algo así?
Jesús de Nazaret creció aprendiendo el oficio de la construcción con su padrastro José. Sabía muy bien cómo construir estructuras fuertes y firmes. En ciertas ocasiones durante su ministerio, Jesús se sirvió de analogías relacionadas con la construcción. Un ejemplo muy conocido se encuentra en Mateo 7:24-27, donde Jesús nos habla de dos hombres que edificaron sus casas sobre cimientos diferentes. Uno edificó sobre arena y otro sobre roca. Al principio las dos casas tenían buen aspecto. Luego vino una fuerte tormenta y una casa se mantuvo firme mientras que la otra se derrumbó. Cristo dijo esta parábola para mostrarnos que una vida edificada sobre cimientos sólidos está basada en la obediencia a sus enseñanzas. La obediencia a Dios es la única forma de resistir las tormentas de la vida.
La Biblia nos enseña claramente que Jesucristo debe ser nuestro fundamento. Él es la Roca sobre la que está edificada la iglesia (Mt. 16:18). Esto significa que en la Iglesia verdadera debemos practicar y enseñar lo mismo que Cristo practicó y enseñó. Además, Él debería ser el cimiento personal sobre el que cada uno debe edificar su vida. Más, ¿qué significa realmente esto y cómo podemos llevarlo a la práctica?
Cuando le escribió a la Iglesia de Corinto, el apóstol Pablo hizo énfasis en que había predicado a “Cristo crucificado”, lo cual era una locura para los griegos y un tropezadero para los judíos (1 Co. 1:22-23). Los judíos estaban pidiendo señales celestiales milagrosas, mientras que los griegos querían que todo fuera lógico y que tuviera sentido. Los judíos tropezaban con la idea de un Mesías que había sufrido la muerte, porque esperaban a un Mesías que iba a impactar y dejar atónitos a los gentiles. A los griegos, simplemente no les cabía en la mente un Salvador martirizado; porque no le veían ningún sentido lógico. Todos ellos tenían sus propias expectativas, y el plan de Dios no tenía cabida en sus ideas preconcebidas.
En el mensaje de Pablo se destacaba algo muy diferente de lo que esos grupos estaban esperando. Entonces explicó: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a Este crucificado” (1 Co. 2:2). El mensaje de Pablo estaba totalmente centralizado en Jesucristo, no simplemente en la persona de Cristo, ¡sino en su ejemplo y en su mensaje! Pablo les dijo a los corintios: “Nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Co. 3:9-11).
El apóstol Pablo subrayó que Jesucristo debe ser el fundamento sobre el cual todo lo demás se edifica. ¿Es Jesucristo el fundamento de nuestra vida? ¿Cómo podemos tener la certeza? De no ser así, todo aquello que construyamos tarde o temprano se derrumbará porque no existe ningún otro cimiento seguro. Recordemos que el mismo Jesucristo dijo que edificar sobre la Roca no solo significa escuchar sus palabras, sino ponerlas en práctica en nuestra vida (Mt. 7:24). ¿Qué características tiene una vida edificada sobre Jesucristo? ¿Cómo podemos lograrla?
Una vida de entrega
Ante todo, una vida edificada sobre el fundamento de Jesucristo será una vida de entrega. Nadie podrá alcanzar el éxito espiritual con una vida basada en su propia voluntad. Jesús dijo en forma muy clara: “He descendido del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn. 6:38).
Posiblemente la tarea más difícil para nosotros es hacer a un lado nuestra propia voluntad. Humanamente, queremos hacer las cosas a nuestra manera. La duda, por lo general nos impide confiar en Dios, porque no sabemos exactamente qué tiene en mente. Como resultado, buscamos la forma de proteger nuestro ego de lo que consideramos que nos puede causar daño o pérdida.
Jesús comparó a los dirigentes religiosos de su tiempo con los muchachos que jugaban en las plazas. Estos dirigentes estaban muy decepcionados, primero con Juan el Bautista y después con el mismo Jesús, porque ninguno bailaba al son que ellos querían (Mt. 11:16-19). Si bien Juan fue el primer profeta venido directamente de Dios en los últimos cuatro siglos, y Jesús era el mismo Mesías, ninguno de los dos satisfizo las expectativas de esos líderes. Por eso rechazaron a los verdaderos siervos de Dios, porque esos líderes no se habían entregado por completo a la voluntad de Dios; sino que querían hacer las cosas a su manera.
Quizá el relato que nos ilustra más poderosamente la actitud de total entrega de Jesucristo, es la oración que elevó a su Padre antes de su arresto y ulterior crucifixión. Cuando llegó con sus discípulos al huerto de Getsemaní, poco después de concluir la cena de la Pascua, el horror de lo que le esperaba parecía devastador. Cristo buscó un lugar retirado algo lejos de los discípulos y derramó su corazón con profunda angustia en oración a su Padre. Oró con tal intensidad que sudó sangre mientras rogaba a su Padre diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa”; si hubiera otra forma de cumplir con el plan de Dios. “Pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39). Jesucristo renunció por completo a todo vestigio de su propia voluntad, y se entregó incondicionalmente a la voluntad de Dios. ¡Una vida edificada sobre el fundamento de Jesucristo, solo puede ser una vida de entrega incondicional!
Una vida consagrada
“Consagración” significa apartar para el servicio divino. Consagración es un concepto que se usa frecuentemente en el Antiguo Testamento para referirse a algo que pertenece a Dios o está dedicado a Él. Las ofrendas, los diezmos y aun la tribu de Leví se consideraban “consagrados” o dedicados a Dios o a su servicio. Cuando Israel entró por primera vez a la tierra prometida, toda la ciudad de Jericó, como símbolo de los primeros frutos de la conquista de Israel, fue dedicada a Dios. El asunto era sumamente serio. Cuando Acán furtivamente tomó oro, plata y algunas prendas de vestir, provocó el castigo de Dios sobre toda la nación, porque Acán estaba tomando para su uso personal lo que Dios había dicho que era consagrado.
Jesucristo vivió una vida de absoluta dedicación a Dios. En Juan 4 encontramos un relato sobre un viaje que Jesús y sus discípulos efectuaban entre Judea y Galilea. Yendo de camino se detuvieron en Samaria. Mientras Jesús los esperaba cerca de un pozo, los discípulos fueron por alimentos a la ciudad. Cuando los discípulos regresaron, una multitud había comenzado a rodear a Jesús, quien les explicaba el plan y los designios de Dios. Ansiosos por empezar a comer, los discípulos le rogaban a Jesús que comiera. “Él les dijo: Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis” (v. 32). Preguntándose dónde habría conseguido comida, los discípulos hablaban entre ellos. Como se dio cuenta de que no le habían entendido, Jesús les explicó enseguida: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (v. 34).
Para los discípulos, la vida por lo general giraba en torno a cosas materiales. Mas Jesús vivió su vida para agradar al Padre y para llevar a cabo la obra espiritual que le había encomendado. Su vida estaba dedicada por completo a Dios y a su servicio. Por lo tanto, una vida edificada sobre el fundamento de Jesucristo debe ser una vida consagrada.
Específicamente, ¿qué significa esto para nosotros? Cristo cumplió con los deberes normales de la vida diaria. Cuando joven buscó la educación e instrucción (Lc. 2:52), antes de iniciar su ministerio trabajó como constructor (Mr. 6:3) y encontraba tiempo para las actividades sociales (Jn 2:1-2). Aun así, desde temprana edad estaba perfectamente consciente de que su deber era estar en los asuntos de su Padre (Lc. 2:49). Jesucristo siempre tuvo en primer lugar lo que Dios había dispuesto para Él.
Una vida de humildad
La soberbia es una falta muy común en la humanidad. Estando aún joven, Benjamín Franklin inició un proyecto con el deseo de alcanzar la perfección moral. Tenía un plan muy simple: hizo una lista de aquellas virtudes que deseaba integrar en su carácter y enseguida empezó a trabajar con ellas de una en una. Su plan era que una vez que una virtud se convirtiera en un hábito, seguiría con la siguiente, y así hasta que finalmente completara toda la lista. Franklin tuvo más dificultades con ciertas virtudes que con otras, hasta que llegó el momento cuando se dio cuenta de la imposibilidad de esa tarea. La virtud que encontró más difícil fue la humildad. En su frustración dijo finalmente: “Temo que si algún día llego a ser verdaderamente humilde, me sentiré orgulloso de mi humildad”.
Es muy claro que la humildad no es algo que llega naturalmente. Mas por otro lado, la Biblia afirma: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Stg. 4:6). Si alguna vez hubo alguien que tuviera de qué sentirse orgulloso, precisamente fue Jesús de Nazaret. Con todo, Jesús afirmó: “Soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29). ¿Cómo pudo ser así? Porque Jesús tenía toda su atención puesta en el Padre y no en sí mismo. Siempre reconoció que por sí mismo nada podía hacer, sino que el Padre era quien realizaba las obras (Jn. 5:30; 14:10). La verdadera humildad fluye cuando vemos nuestra bajeza comparada con Dios y su grandeza. La soberbia la genera la actitud egocéntrica ante la vida, y a menudo se acompaña con ilusiones de autosuficiencia. Una vida edificada sobre el fundamento de Jesucristo, será una vida de humildad.
Una vida de servicio
Jesucristo con mucha frecuencia hablaba del Reino de Dios. Sus discípulos comprendieron que se estaba refiriendo literalmente a un reino, y que ellos algún día ocuparían puestos de gobierno en ese reino. Sin embargo, el concepto que tenían de lo que significaba un gobernante estaba fuertemente influido por el ejemplo de los dirigentes gubernamentales de ese tiempo en el Imperio Romano. Y esto servía para que muchas veces discutieran sobre cuál de los discípulos sería el más importante en el Reino de Dios. Jesús se propuso hacerles ver que la verdadera grandeza no consistía en tener quien les sirviera, sino en que vivieran una vida de servicio a los demás: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (Mt. 23:11).
Jesús sorprendió a los discípulos durante la última Pascua que celebraron juntos. Cuando ya estaban sentados a la mesa para disponerse a cenar, se levantó “y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos” (Jn. 13:4-5). Esta era una tarea que se asignaba a los sirvientes de más bajo rango en una casa. Cuando terminó y se dispuso regresar a la mesa, les preguntó a sus discípulos: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (vs. 12-15). Jesucristo enseñó que una vida bien vivida era una vida de servicio a los demás. Esto es absolutamente lo opuesto a una vida centralizada en sí mismo, que es lo normal en la naturaleza humana y carnal. Si edificamos sobre el fundamento de Jesucristo, no viviremos la vida complaciéndonos a nosotros mismos, sino una vida de servicio a los demás.
Una vida de amor
La autocomplacencia y la soberbia son producto del hecho de que la mayoría de la gente solo se ama a sí misma. Fluyen naturalmente de la preocupación por nosotros mismos. De hecho, aun cuando las personas hacen algo por los demás, es posible que tengan motivos ulteriores. Incluso el hecho de sacrificarse, muchas veces puede estar motivado por el deseo de hinchar el ego. Veamos lo que dijo al respecto el apóstol Pablo: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Co. 13:1-3). ¡Hacer despliegues de “amor”, sin el verdadero amor, “de nada” nos sirve!
¿Por qué razón es tan importante el amor? Dios está formando una familia, y las familias sanas tienen relaciones sanas. Toda familia sana se relaciona con base en el amor. Nuestras relaciones con los demás, y con el mismo Dios, deben estar basadas en el amor verdadero. Esta fue la base y razón fundamental de todo lo que hizo Jesucristo: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13). El amor no fue solo la razón básica por la que Cristo hizo lo que hizo, sino que también es la característica que identifica a sus verdaderos seguidores: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros... En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:34-35). Una vida edificada sobre el fundamento de Jesucristo, será una vida basada en el amor a Dios y a los demás.
Una vida de obediencia
Una de las características fundamentales del verdadero amor a Dios es la obediencia a sus mandamientos. El apóstol Juan lo dice de esta manera: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Jn. 5:2-3). Veámoslo de esta manera: ¡si la obediencia no está basada en el amor, no dura! Los fariseos estaban orgullosos de su obediencia a la ley de Dios, pero su obediencia llegaba hasta el momento en que se sentían amenazados personalmente por el ministerio de Cristo (Jn. 11:47-48). Se confabularon para sobornar a falsos testigos, y conspiraron para matar a alguien absolutamente inocente. Esos hechos eran desobediencia directa a los diez mandamientos, porque no parecían tan importantes para ellos. Bajo presión no podían mantener la obediencia.
Jesucristo vivió una vida de absoluta obediencia a su Padre. Guardó los mandamientos de su Padre (Jn. 15:10), e instruyó a sus discípulos para que siguieran su ejemplo. A diferencia de lo que enseña la cristiandad tradicional, Jesús dijo claramente: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mt. 5:17). Reconocer a Jesucristo como nuestro Señor, significa vivir una vida de obediencia (Mt. 7:21). Edificar nuestra vida sobre el fundamento de Jesucristo, significa que haremos de la obediencia a los mandamientos de Dios nuestro camino de vida.
Una vida de fe
No solo el amor es necesario para las sanas relaciones familiares, sino también la confianza. “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb. 11:6). Si no confiamos absolutamente en Dios, no le obedeceremos incondicionalmente ni en toda circunstancia. A veces tratamos de resolver las cosas a nuestra manera. Por el contrario, la Familia de Dios morará junta en paz y armonía por la eternidad, porque todos los miembros de la familia confiarán en el Padre. Los miembros de su familia creerán su Palabra, y se habrán preparado para seguir todas sus instrucciones.
La fe verdadera fluye de una profunda relación personal con Dios y de nuestro pleno conocimiento de Él. Jesucristo vino a revelarnos al Padre, y a que pudiéramos conocerlo. En todas las circunstancias confió en el Padre y dijo que los discípulos también deberían hacerlo (Jn. 16:26-27). Después de la transfiguración en el monte, ocurrió algo que le dio la oportunidad a Jesucristo de enseñarles más sobre la fe a sus discípulos. Al descender de la montaña, se le acercó un hombre con un niño que necesitaba urgentemente ser sanado. Este hombre ya había acudido a los discípulos, pero no le pudieron ayudar. El hombre le suplicó a Jesús su ayuda, si le era posible, y que tuviera misericordia. “Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad” (Mr. 9:23-24). Cristo sanó al muchacho. Luego, los discípulos fueron a Jesús y le preguntaron la razón por la que ellos no habían podido realizar el milagro. Cristo entonces les explicó que la oración y el ayuno eran la clave para obtener la fe que obrara tales milagros (vs. 28-29).
Jesús caminaba y hablaba con el Padre todo el tiempo. Como siempre alimentó esa relación, siempre era fresca e íntima. Esa relación produjo una fe y una confianza que jamás flaquearon. Hasta el punto en que alcancemos esa clase de relación, podremos tener esa misma clase de fe. Si edificamos nuestra vida sobre el fundamento de Jesucristo, la fe será parte imprescindible de ese fundamento.
Aparte del fundamento en Jesucristo, no existe otro fundamento sobre el cual logremos edificar algo que jamás falle o se agriete. Él es el único cimiento seguro en nuestra vida. Debemos tener la certeza de que estamos edificando en Jesucristo en todos los aspectos de nuestra vida.

1 comentario:

  1. hola amigo
    muy interesante tu página y única.
    da mucho que pensar tus libros, los voy a solicitar.
    espero que sea como tu dices, sin ningún compromiso.
    saludos
    Carlos H. P.

    ResponderEliminar

Antes de publicar tu comentario lo revisaremos.
No aceptaremos ningún comentario fuera de contexto, ni comentarios desmedidos.
Después de comentar entra a VISTA PREVIA y continúa...

vea los libros anteriores

haga CLICK en Entradas antiguas...

Envíe directamente desde su correo electrónico la solicitud pidiendo los libros a:
mogperea@latinmail.com